A modo de presentación


El mito nunca es verdarero, pero siempre tiene algo de cierto (Las Oteizas, pp. 600-966).

Luciano Brindavino nació a mediados de 1970, en un pueblo perdido de una fría comarca del norte de la península ibérica. Desde 1999 compartía una pequeña vivienda con una tal Adela la Seca, y un enorme gato negro digno del homónimo cuento de Poe.

Adela era una casera de un poblado vecino que aún conservaba una relación natural con la tierra madre. Luciano, en cambio, era un kaletarra que pensaba que el único contacto divino posible podía obtenerse con ron, literatura, o ambas cosas a la vez. Cultivó con los de su edad el vicio ancestral de sepultar su cuerpo aún inmaduro en bares como estanques, en los que aprendió a escuchar el gruñido de los silencios.

Años después, al recordar aquellas pausas, aquellos corazones que se escondían tras los amarillos ojos de haxix, Luciano Brindavino recordaría con nostalgia aquellos silencios sagrados e indefensos que nadie se atrevía a profanar.

Tanto Luciano como Adela le habían cogido mucho cariño al piso al que, dicho sea de paso, bautizaron con el nombre de Pipienea, más que nada por diferenciarla del hogar de sus padres, también llamado con el genérico casa, aunque también porque Luciano, como se ha dicho, jamás pudo resistirse a darle nombre a todo lo que se le ponía por delante. Su coche por ejemplo, un Clio de 2002, se llamaba Galibier a pesar de que a Adela La Seca nunca le gustó el nombre. Al gato negro, en cambio no pudo bautizarlo. Apareció con nombre y todo.


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Y ahora viene la historia de nuestro primer encuentro con Locosueño. Resulta que Adela estaba erre que erre con que quería un animal doméstico: un perro, un pato, una tortuga, yo que sé. Y no pasó un mes hasta que se cumplió su deseo. Fue una fría noche de invierno, mientras cenaban en la cocina; oyeron un ruido sostenido que se entremezclaba con la voz de Roge Blasco que los acompañaba en la radio. El ruido provenía de la puerta y cuando Brindavino la abrió se encontró con una especie de mono, de monito, según él, que luego resultó ser un gato, un gatito. La cuerda con la que estaba atado al pomo de la puerta delataba que alguien lo había dejado ahí.

De repente, Luciano recordó la lectura en cuarto de carrera de Los novios de Alexandro Manzzoni, y este guiño de la providencia fue como una neurona feliz en una mente que hace tiempo olvidó su infancia. En el suelo encontraron un colgante que sin duda se le había caído del cuello. En el colgante había un rectángulo de cartón en el que alguien había escrito precipitadamente: Locosueño.

Aunque Pipienea no tenía más de sesenta metros cuadrados, el espacio estaba bien aprovechado. Nada más entrar en la casa asoma un largo pasillo que desemboca en un pequeño cuarto de baño. A los lados, cuatro espacios de parecido tamaño -sala de armas, fogones, sala de máquinas y sala real-. El piso se lo tenía alquilado la mujer de un tal Patxi Trapero, un matrimonio que no se cansó de enriquecer la especie: el año 2026, que es cuando escribo estas líneas, tenían 13, ocho hijas y cinco hijos.

Si alguien deja de leer esto por creer que exagero, lo mismo debería haber hecho con el Antiguo Testamento o El Señor de los Anillos o la Odisea, en ellos la verdad permanece oculta y esa es la intención de este blog, contar la pequeña y entrañable historia de Luciano Brindavino, Adela la Seca y su gato negro en un pueblo oscuro del norte.


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Este blog, sin dejar de ser autobiográfico, está escrito en tercera persona y en pasado. Cuenta la historia de Adela La Seca, Luciano Brindavino y Loco, el gato negro. Comparten un piso alquilado en un pueblo del norte de la península ibérica, al que llaman Pipienea.

También conocerás a otros entrañables como Gandalf, Yussuf Al Ibrahim y el mismísimo Giusseppe Casanova.

Lo escribo yo, Beno von Archimboldi, un Troll murió hace más de tres siglos, pero que ahora puede comunicarse con los humanos gracias a Internet.

Si por casualidad caéis en este blog, no dudéis en poneros en contacto con Luciano o Adela, quizá podáis ayudaros en algo. A los humanos os gusta eso. Yo sólo soy un Troll, una mera invención, jamás se me ocurriría cambiar mi destino. Hasta los más tontos saben eso..., siempre que no sean humanos, claro.

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