Los sastrecillos valientes

Brindavino recordaría en la última tarde del año en Pipienea aquella época en las que usaba vaqueros. Tendría unos veinte años cuando se acostumbró a que los pantalones y las chaquetas se los hiciera su padre, que era sastre.

En los años 70, cuando Luciano era chico, se trabajaba bastante, pero llegó el corte y confección y se llevó casi todo el gremio al garete. Hacerse un pantalón a medida salía caro, y no digamos una chaqueta o un abrigo. Para que un sastre te hiciera la ropa, o te sobraba el dinero, o eras hijo de sastre. Y así le tocó a Brindavino. Desde muy joven vistió como si hubiera nacido cuarenta años antes y aprendió a conocer el efecto que su vestimenta producía en las personas. Una vez que Adela y Luciano iban a un concierto que había en la sala jam de Bergara, pillaron a dedo a una pareja de jóvenes punkis, chupa de cuero, pelo rapado y tal. Subiendo descarga el chico le preguntó a Brindavino:

- ¿Dónde te hacen la ropa? Cuando te vemos en el bar nos hemos fijado que tu ropa no tiene marca.

Luciano se quedó flipado con lo que se fija la gente. Seguro que ya me han puesto un mote, pensó y su corazón sonrió para sus adentros.

Y aquello mismo estaba pensando Luciano aquella última tarde del año en Pipienea, mientras esperaba a que Adela saliera de la ducha, y oteaba en la oscuridad del pasillo la silueta de Locosueño.

Urte Berri On


Mickey a los 60 (Ilustracion de William Stout) Posted by Picasa

El poder de las palabras 2


Para conocer el origen de esta vocación en Luciano Brindavino habría que acudir a las crónicas de los descubridores del continente americano. Brindavino jamás imaginó para él nada mejor que reencarnarse en aquellos hombres que bautizaban toda playa, río, asentamiento, monte y todo lo que se fueran encontrando.

Todo esto se lo imaginó mejor, mucho más en directo, en el viaje que hizo con Adela a Venezuela en agosto de 2002. Allí, además de visitar lugares con nombres tan interesantes como Chichiriviche y Barquisimeto, visitaron la península del Paria, al oeste de la república bolivariana, cuyas aguas presenciaron uno de los primeros ejercicios toponímicos a los que tanto se acostumbrarían Colón y los demás conquistadores.

En 2004 Luciano descubrió los topónimos brasileños, dado que tenían un amigo del pueblo que se fue a vivir allí; se llamaba Gandalf y formó una familia en una pintoresca ciudad llamada Gobernador Valadares. Cuando, en su casa de Pipienea, Luciano abría el atlas para tocar con el dedo a su amigo, no cabía de gozo al dejarse sorprender por los nombres de los pueblos de la zona, que evidentemente, como ahora se verá, provenían de diferentes épocas de colonización, en la que intervinieron alemanes, portugueses, españoles... Así, se podían encontrar nombres tan variados como Sabinopolis, Cordisburgo, Divinolandia de Minas

De todos modos, en lo que a topónimos se refiere, a Luciano no le podía caber queja alguna en torno al nombre del pueblo que le vio nacer, que no es otro que Zumarraga, un pueblo montañés del norte como se sabe, y que fue glosado por Unamuno en el poema que abre la crónica anterior.

Desde mediados de 2005 Luciano trataba de abrir una nueva veta en el arte de bautizar. Se había dado cuenta de que, al igual que existía un nombre para los nombres de lugar (topónimos) y otro para los nombres de personas (antropónimos), no lo había en cambio –que él supiera- para las cosas. Así que decidió llamarlos cosónimos tratando así de dar vida al mundo en el que vivía. De este modo decidió ponerle nombre a todo lo que se encontraba ante su mirada.

Todos los nombres fueron elegidos por Luciano de una lista interminable (dos cajas de Farias) que confeccionó, hasta 2001, en el dorso de los envoltorios de chocolates Nestlé con almendras; y a partir de esa fecha, en tarjetas de visita que iba arramblando por ahí, debido a que la compañía chocolatera había decidido aprovechar también el dorso para promocionar sus productos.

Y de esta manera llegó un día en que a Luciano no le entendía ni Dios, ni siquiera Adela, de modo que le jubilaron del trabajo y le pusieron a escribir cuentos infantiles con ilustraciones de colores.

Postdata: Si alguien está interesado en este mundo de los nombres, o conoce a autores que han jugado con ellos, sería guay que lo compartiera con todos en este blog.

El poder de las palabras

Ávila, Málaga, Cáceres,
Játiva, Mérida, Córdoba,
Ciudad Rodrigo, Sepúlveda,
Úbeda, Arévalo, Frómista,
Zumárraga, Salamanca,
Turégano, Zaragoza,
Lérida, Zamarramala,
Arrancudiaga, Zamora,
sois nombres de cuerpo entero,
libres, propios, los de nómina,
el tuétano intraductible
de nuestra lengua española.
Miguel de Unamuno

La pasión por los nombres, sobre todo por ponerlos, arraigó en Luciano Brindavino profundamente. A los últimos días de 2005 corresponde precisamente mi bautismo con el nombre de Beno von Archimboldi.

Este nombre, como muchos otros, procede de la póstuma novela del recientemente malogrado escritor chileno Roberto Bolaño. 2666, que así se llama la susodicha obra (Anagrama, 2004), son en realidad cinco novelas que su autor quería haber publicado por separado para que sus herederos pudieran sacar más tajada; no obstante, finalmente acordaron publicarla en un sólo volumen, entendiendo que si se leía cada novela de forma separada perdía gran parte de su fuerza. Y es que así es como realmente puede uno deleitarse siguiendo a Beno von Archimboldi, el personaje que da unidad al relato y que sin embargo no aparece físicamente hasta la cuarta parte. Archimboldi, al igual que Cesárea Tinajero en Los detectives salvajes del mismo autor, se convierte en una excusa para que unos personajes se pongan en acción en busca de un artista olvidado por todos. Así que por eso me llamo así, Archimboldi, Beno von Archimboldi, el encargado de bucear en el cargado (valga la redundancia) universo pipieneico.

Otros autores, entre los que destacan el dramaturgo Francisco Nieva, al que Brindavino estudió en sus años de carrera y Fernando Aramburu, le llevaron a consolarse al pensar que compartía su vicio con otros. El caso de Aramburu era paradójico, ya que en su edad madura renunció al heterónimo Aramburucópulos, que había lucido en sus primeros pinitos de artista adolescente. Años más tarde, Aramburu publicó un par de novelas que transcurrían en Antíbula, un mundo de ficción creado por él, al estilo de Canetti o Faulkner. Los ojos vacíos (Tusquets, 2000) y Bami sin sombra (2005) transcurren en ese país inventado donde tanto los topónimos como los antropónimos son tan fascinantes como, a veces, difíciles de pronunciar. Aquí van unos cuantos:

Antropónimos: Runn de Gualel, músico; Occo de Tensidrén, niño malo; Don Prístoro Vivergo, maestro; la señorita LLola, maestra; Jan de Muta, historiador; Luelo Varedén, párroco; Valzadón Vistavino, dictador; la Flapia.
Topónimos: Antíbula, Aftino.
Acontecimientos históricos: la revolución del guau-guau.
Botánica: racimo de hotidimas, avispinas fenzas.
Santoral: Santo Jancio.

En cuanto a Francisco Nieva, su descubrimiento marcó un antes y un después en la percepción que Luciano tenía del arte. El tiempo dejará en su sitio a este artista integral que tocó todos los palos: empezando por el dibujo, pasando por la escenografía, para acabar escribiendo sus propias obras de teatro. Fue de los pocos que consiguió salvar su imaginación y su libertad en el gris y decadente franquismo. Su obra, un juego regado de anacronismos, expresividad y amaneramiento, no pudo ser representada hasta la muerte del tirano, aunque aún hoy no ha sido reconocida como se merece. Gracias a él descubrió Brindavino que no sólo se podía insultar o blasfemar con las palabras consabidas. De hecho, los personajes de Nieva acostumbran a insultar usando topónimos, así se le puede decir a un tío que no deja de dar la tabarra que es, por ejemplo, un Sabiñanigo. O para mostrar desaprobación, en plural y con signos de admiración: ¡Sabiñánigos!


Los tebeos constituyen otra ineludible fuente de inspiración a la hora de los bautismos. Así, su propio nombre y el de su compañera proceden de la serie Adele Blanc-Sec con que el incomparable Jacques Tardi nos viene deleitando los últimos lustros. Esto se entenderá cuando explique que los principales protagonistas de la citada serie son, Adele Blanc-Sec y Lucien Brindavoine, por lo que creo que sobra explicación alguna.

A modo de presentación


El mito nunca es verdarero, pero siempre tiene algo de cierto (Las Oteizas, pp. 600-966).

Luciano Brindavino nació a mediados de 1970, en un pueblo perdido de una fría comarca del norte de la península ibérica. Desde 1999 compartía una pequeña vivienda con una tal Adela la Seca, y un enorme gato negro digno del homónimo cuento de Poe.

Adela era una casera de un poblado vecino que aún conservaba una relación natural con la tierra madre. Luciano, en cambio, era un kaletarra que pensaba que el único contacto divino posible podía obtenerse con ron, literatura, o ambas cosas a la vez. Cultivó con los de su edad el vicio ancestral de sepultar su cuerpo aún inmaduro en bares como estanques, en los que aprendió a escuchar el gruñido de los silencios.

Años después, al recordar aquellas pausas, aquellos corazones que se escondían tras los amarillos ojos de haxix, Luciano Brindavino recordaría con nostalgia aquellos silencios sagrados e indefensos que nadie se atrevía a profanar.

Tanto Luciano como Adela le habían cogido mucho cariño al piso al que, dicho sea de paso, bautizaron con el nombre de Pipienea, más que nada por diferenciarla del hogar de sus padres, también llamado con el genérico casa, aunque también porque Luciano, como se ha dicho, jamás pudo resistirse a darle nombre a todo lo que se le ponía por delante. Su coche por ejemplo, un Clio de 2002, se llamaba Galibier a pesar de que a Adela La Seca nunca le gustó el nombre. Al gato negro, en cambio no pudo bautizarlo. Apareció con nombre y todo.


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Y ahora viene la historia de nuestro primer encuentro con Locosueño. Resulta que Adela estaba erre que erre con que quería un animal doméstico: un perro, un pato, una tortuga, yo que sé. Y no pasó un mes hasta que se cumplió su deseo. Fue una fría noche de invierno, mientras cenaban en la cocina; oyeron un ruido sostenido que se entremezclaba con la voz de Roge Blasco que los acompañaba en la radio. El ruido provenía de la puerta y cuando Brindavino la abrió se encontró con una especie de mono, de monito, según él, que luego resultó ser un gato, un gatito. La cuerda con la que estaba atado al pomo de la puerta delataba que alguien lo había dejado ahí.

De repente, Luciano recordó la lectura en cuarto de carrera de Los novios de Alexandro Manzzoni, y este guiño de la providencia fue como una neurona feliz en una mente que hace tiempo olvidó su infancia. En el suelo encontraron un colgante que sin duda se le había caído del cuello. En el colgante había un rectángulo de cartón en el que alguien había escrito precipitadamente: Locosueño.

Aunque Pipienea no tenía más de sesenta metros cuadrados, el espacio estaba bien aprovechado. Nada más entrar en la casa asoma un largo pasillo que desemboca en un pequeño cuarto de baño. A los lados, cuatro espacios de parecido tamaño -sala de armas, fogones, sala de máquinas y sala real-. El piso se lo tenía alquilado la mujer de un tal Patxi Trapero, un matrimonio que no se cansó de enriquecer la especie: el año 2026, que es cuando escribo estas líneas, tenían 13, ocho hijas y cinco hijos.

Si alguien deja de leer esto por creer que exagero, lo mismo debería haber hecho con el Antiguo Testamento o El Señor de los Anillos o la Odisea, en ellos la verdad permanece oculta y esa es la intención de este blog, contar la pequeña y entrañable historia de Luciano Brindavino, Adela la Seca y su gato negro en un pueblo oscuro del norte.


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Este blog, sin dejar de ser autobiográfico, está escrito en tercera persona y en pasado. Cuenta la historia de Adela La Seca, Luciano Brindavino y Loco, el gato negro. Comparten un piso alquilado en un pueblo del norte de la península ibérica, al que llaman Pipienea.

También conocerás a otros entrañables como Gandalf, Yussuf Al Ibrahim y el mismísimo Giusseppe Casanova.

Lo escribo yo, Beno von Archimboldi, un Troll murió hace más de tres siglos, pero que ahora puede comunicarse con los humanos gracias a Internet.

Si por casualidad caéis en este blog, no dudéis en poneros en contacto con Luciano o Adela, quizá podáis ayudaros en algo. A los humanos os gusta eso. Yo sólo soy un Troll, una mera invención, jamás se me ocurriría cambiar mi destino. Hasta los más tontos saben eso..., siempre que no sean humanos, claro.