El poder de las palabras 2


Para conocer el origen de esta vocación en Luciano Brindavino habría que acudir a las crónicas de los descubridores del continente americano. Brindavino jamás imaginó para él nada mejor que reencarnarse en aquellos hombres que bautizaban toda playa, río, asentamiento, monte y todo lo que se fueran encontrando.

Todo esto se lo imaginó mejor, mucho más en directo, en el viaje que hizo con Adela a Venezuela en agosto de 2002. Allí, además de visitar lugares con nombres tan interesantes como Chichiriviche y Barquisimeto, visitaron la península del Paria, al oeste de la república bolivariana, cuyas aguas presenciaron uno de los primeros ejercicios toponímicos a los que tanto se acostumbrarían Colón y los demás conquistadores.

En 2004 Luciano descubrió los topónimos brasileños, dado que tenían un amigo del pueblo que se fue a vivir allí; se llamaba Gandalf y formó una familia en una pintoresca ciudad llamada Gobernador Valadares. Cuando, en su casa de Pipienea, Luciano abría el atlas para tocar con el dedo a su amigo, no cabía de gozo al dejarse sorprender por los nombres de los pueblos de la zona, que evidentemente, como ahora se verá, provenían de diferentes épocas de colonización, en la que intervinieron alemanes, portugueses, españoles... Así, se podían encontrar nombres tan variados como Sabinopolis, Cordisburgo, Divinolandia de Minas

De todos modos, en lo que a topónimos se refiere, a Luciano no le podía caber queja alguna en torno al nombre del pueblo que le vio nacer, que no es otro que Zumarraga, un pueblo montañés del norte como se sabe, y que fue glosado por Unamuno en el poema que abre la crónica anterior.

Desde mediados de 2005 Luciano trataba de abrir una nueva veta en el arte de bautizar. Se había dado cuenta de que, al igual que existía un nombre para los nombres de lugar (topónimos) y otro para los nombres de personas (antropónimos), no lo había en cambio –que él supiera- para las cosas. Así que decidió llamarlos cosónimos tratando así de dar vida al mundo en el que vivía. De este modo decidió ponerle nombre a todo lo que se encontraba ante su mirada.

Todos los nombres fueron elegidos por Luciano de una lista interminable (dos cajas de Farias) que confeccionó, hasta 2001, en el dorso de los envoltorios de chocolates Nestlé con almendras; y a partir de esa fecha, en tarjetas de visita que iba arramblando por ahí, debido a que la compañía chocolatera había decidido aprovechar también el dorso para promocionar sus productos.

Y de esta manera llegó un día en que a Luciano no le entendía ni Dios, ni siquiera Adela, de modo que le jubilaron del trabajo y le pusieron a escribir cuentos infantiles con ilustraciones de colores.

Postdata: Si alguien está interesado en este mundo de los nombres, o conoce a autores que han jugado con ellos, sería guay que lo compartiera con todos en este blog.

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