El poder de las palabras

Ávila, Málaga, Cáceres,
Játiva, Mérida, Córdoba,
Ciudad Rodrigo, Sepúlveda,
Úbeda, Arévalo, Frómista,
Zumárraga, Salamanca,
Turégano, Zaragoza,
Lérida, Zamarramala,
Arrancudiaga, Zamora,
sois nombres de cuerpo entero,
libres, propios, los de nómina,
el tuétano intraductible
de nuestra lengua española.
Miguel de Unamuno

La pasión por los nombres, sobre todo por ponerlos, arraigó en Luciano Brindavino profundamente. A los últimos días de 2005 corresponde precisamente mi bautismo con el nombre de Beno von Archimboldi.

Este nombre, como muchos otros, procede de la póstuma novela del recientemente malogrado escritor chileno Roberto Bolaño. 2666, que así se llama la susodicha obra (Anagrama, 2004), son en realidad cinco novelas que su autor quería haber publicado por separado para que sus herederos pudieran sacar más tajada; no obstante, finalmente acordaron publicarla en un sólo volumen, entendiendo que si se leía cada novela de forma separada perdía gran parte de su fuerza. Y es que así es como realmente puede uno deleitarse siguiendo a Beno von Archimboldi, el personaje que da unidad al relato y que sin embargo no aparece físicamente hasta la cuarta parte. Archimboldi, al igual que Cesárea Tinajero en Los detectives salvajes del mismo autor, se convierte en una excusa para que unos personajes se pongan en acción en busca de un artista olvidado por todos. Así que por eso me llamo así, Archimboldi, Beno von Archimboldi, el encargado de bucear en el cargado (valga la redundancia) universo pipieneico.

Otros autores, entre los que destacan el dramaturgo Francisco Nieva, al que Brindavino estudió en sus años de carrera y Fernando Aramburu, le llevaron a consolarse al pensar que compartía su vicio con otros. El caso de Aramburu era paradójico, ya que en su edad madura renunció al heterónimo Aramburucópulos, que había lucido en sus primeros pinitos de artista adolescente. Años más tarde, Aramburu publicó un par de novelas que transcurrían en Antíbula, un mundo de ficción creado por él, al estilo de Canetti o Faulkner. Los ojos vacíos (Tusquets, 2000) y Bami sin sombra (2005) transcurren en ese país inventado donde tanto los topónimos como los antropónimos son tan fascinantes como, a veces, difíciles de pronunciar. Aquí van unos cuantos:

Antropónimos: Runn de Gualel, músico; Occo de Tensidrén, niño malo; Don Prístoro Vivergo, maestro; la señorita LLola, maestra; Jan de Muta, historiador; Luelo Varedén, párroco; Valzadón Vistavino, dictador; la Flapia.
Topónimos: Antíbula, Aftino.
Acontecimientos históricos: la revolución del guau-guau.
Botánica: racimo de hotidimas, avispinas fenzas.
Santoral: Santo Jancio.

En cuanto a Francisco Nieva, su descubrimiento marcó un antes y un después en la percepción que Luciano tenía del arte. El tiempo dejará en su sitio a este artista integral que tocó todos los palos: empezando por el dibujo, pasando por la escenografía, para acabar escribiendo sus propias obras de teatro. Fue de los pocos que consiguió salvar su imaginación y su libertad en el gris y decadente franquismo. Su obra, un juego regado de anacronismos, expresividad y amaneramiento, no pudo ser representada hasta la muerte del tirano, aunque aún hoy no ha sido reconocida como se merece. Gracias a él descubrió Brindavino que no sólo se podía insultar o blasfemar con las palabras consabidas. De hecho, los personajes de Nieva acostumbran a insultar usando topónimos, así se le puede decir a un tío que no deja de dar la tabarra que es, por ejemplo, un Sabiñanigo. O para mostrar desaprobación, en plural y con signos de admiración: ¡Sabiñánigos!


Los tebeos constituyen otra ineludible fuente de inspiración a la hora de los bautismos. Así, su propio nombre y el de su compañera proceden de la serie Adele Blanc-Sec con que el incomparable Jacques Tardi nos viene deleitando los últimos lustros. Esto se entenderá cuando explique que los principales protagonistas de la citada serie son, Adele Blanc-Sec y Lucien Brindavoine, por lo que creo que sobra explicación alguna.

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