La casa muerta

En sus cada vez más esporádicas excursiones a Bilbao, Luciano y Adela solían dar una vuelta por las siete calles y, siempre que podían, visitaban la libreria libertaria Likiano en la calle Ronda; después seguían hacia la plaza Unamuno para tomar un tentepié en el Muga.

Allí, además de comer y beber, también solían echar mano de algún fanzine: el Cretino solía ser uno, y el otro la revista que abre este post, el Ekintza Zuzena. Por medio de esta revista Luciano se mantenía al tanto de la actualidad de la lucha libertaria; quizá para tratar de olvidar que se había convertido en la antítesis del libertario, que aquel periodo vital suyo había caducado. Fuera como fuere, se pilló el número 36, que era el que acababa de salir. Le dedicaba un suplemento a las cárceles, en el que se analizaba la situación de la lucha.

Mientras le incaba el diente al sandwich vegetal, escuchando completo un disco de los Eddie & The Hot Rods, Brindavino se sumergió en las penumbras de la casa muerta.

En sus páginas tuvo noticia de la situación del preso Hamed Hamed Belaid, un anarquista que lleva más de 5000 días de aislamiento, lo que es desde todo punto de vista ilegal.

También se enteró de que dos de los solidarios que en 1996 cortaron los cables que transportaban el hormigón desde la presa Itoiz (paralizaron un año la obra), estaban en la cárcel. Ibai Ederra estaba entre ellos. El 15 de marzo de 2004 fue detenido en un control de carreteras por la Policía Foral. Le condenaron a 4 años y dos meses por retener a un guardia de seguridad durante cinco minutos. Ahora está en la cárcel de Iruñea.

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Intermitencias de la casa muerta

Luciano tendría unos 7 años el día en que su primo se presentó en casa de sus padres después de salir a la calle por la amnistía de 1976. Le habían encontrado con propaganda 'subversiva' y por ello se tragó varios años de cárcel. Los ojos infantiles de Luciano vieron entrar por la puerta a un hombre de treinta años con aspecto envejecido por la barba y la melena rizada. Lo primero que hizo fue asomarse al balcón de la cocina, donde estaba el canario en su jaula. Abrió la puerta y el pajarillo hizo lo que mejor sabe hacer: volar.

A partir de ese primer contacto con el mundo de las cárceles, Luciano aprendió a respetar y a valorar el coraje de los que sufren los vicios de esta dictadura de los media a la que llaman democracia. Así, permanece todavía en su retina el recuerdo las imágenes que vio el la TV de las huelgas de hambre de los presos del IRA a comienzos de los 80; o aquel artículo en el Gara que escribieron las 8 madres de 8 'presuntos' terroristas etarras que luego resultaron ser inocentes: las madres contaban que su hijo no era el mismo, que cuando los miraban a los ojos veían un pozo sin fondo, un abismo que antes no existía.

También solía oír, en los primeros 90, La ley de la calle, un programa de Arturo Pérez Reverte al que acompañaban un quinqui y un policía, y que se emitía los viernes de 12 a 2. Tenía una sección de cartas y mensajes de contestador en la que daban la voz y la palabra a las presas y presos. Una vez que el PP llegó al poder, cómo no, decidieron sustituirlo por un poco más de Real Madrid y Barcelona.

Más tarde llegaría la hora de las obras artísticas basadas en experiencias reales en la cárcel: en este saco se encuentran películas como La fuga de Alcatraz, Papillón o Mc Vicar (protagonizado por Roger Daltrey).

En cuanto a la literatura y la historieta gráfica, aquí van tres referencias que me parecen interesantes.


A pesar de que hacía por lo menos un lustro que se lo había leído, El peregrino de las estrellas (Valdemar) de Jack London había dejado un poso muy profundo en Brindavino. Todavía no había olvidado el nombre del protagonista, Darrell Standing, ni el de sus compañeros de celda, Openheimer y Ed Morrell. En esta novela, la portentosa imaginación de Jack London se pone al servicio de los más oprimidos. Su pluma era tan versátil, que además de escribir los Best Seller que le permitieron vivir de la escritura (léase Colmillo Blanco y la mayoría de sus cuentos), también escibió desde los margenes: Gente del abismo (El viejo Topo, 2001) es un viaje por el Londrés más pobre de finales de siglo. London visita como reportero los slums, unos barrios en los que viven hacinadas miles de personas en condiciones infrahumanas. También es autor de una novela política, El talón de hierro (Hiru), donde anticipa el capitalismo aniquilador de las grandes poderes económicos estadounidenses, que se pasaban por el forro todos los derechos de la clase obrera, ayudados de sus pocos escrúpulos y de las mentiras encubiertas de cotizadísimos abogados. Jack London dejó de lado la ficción en John Barleycorn (Valdemar), en el que nos cuenta sus memorias alcohólicas, su relación con el alcohol, que acabará con su vida cuando tan sólo contaba 40 años. Las últimas páginas de este libro son un emocionado libelo contra Barleycorn, de cuyo peligro advierte a las generaciones futuras.




En la prisión (Ponent Mon), de Kazuichi Hanawa, es una novela gráfica en la que su autor cuenta su experiencia en varias cárceles japonesas. Fue detenido en diciembre de 1994 por tenencia de escopetas de modelismo, a las que estaba aficionadísimo desde que era adolescente. Hanawa nos invita a su mundo carcelario con un estilo costumbrista; se interesa por los detalles nimios, inadvertibles, que conforman la rutina cotidiana: listas de la ropa, menús semanales, la comida, los horarios. El dibujo nos adentra en las celdas, la disposición de los muebles,el patio, en el centro de trabajo...


Y he dejado para el final las Memorias de la casa muerta (Alba) de Fedor Mikhailovich Dostoievski. Está basado en los ocho años de condena a trabajos forzados en Siberia a los que fue condenado el escritor en 1849. Se trata de una obra de juventud, pero en ella ya se advierte la capacidad de penetración psicológica del autor de Los demonios (Alianza). A pesar de la censura que se autoimpuso por las falta de libertad de expresión, a través del protagonista, un burgués vulgar llamado Alexánder Petróvich, vamos conociendo las parte más humana y frágil de sus compañeros de celda: los códigos secretos, la sempiterna afición al vodka, las ilusiones que los sotienen en el inframundo... El libro no vería la luz hasta 13 años después de su ingreso en la cárcel, cuando Dostoievski tenía ya 41 años.

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